Mariano Picón Salas señaló que el siglo XX venezolano comenzó con la muerte de Juan Vicente Gómez en 1936. Este evento significó el fin de una cruenta dictadura que dejó de existir después de 27 años en el poder, abriendo la puerta a un nuevo capítulo en la historia del país, caracterizado por la lucha entre diversas corrientes y liderazgos que moldearán el futuro de la nación.
La Venezuela de ese entonces estaba dominada por el pensamiento positivista, que abogaba por un «gendarme necesario» para gobernar a un pueblo considerado incapaz de autogobernarse debido a su diversidad étnica e inmadurez. Esta filosofía política se tradujo en lo que se conoció como «Cesarismo Democrático», donde el poder se ejercía con mano dura bajo la justificación de mantener el orden y la estabilidad. Este enfoque fue acompañado históricamente por un fuerte anticlericalismo, que alcanzó su punto culminante durante el guzmanato, que se caracterizó por la expropiación de bienes eclesiásticos y la expulsión de clérigos.
En contraposición a esta realidad, emergió la corriente marxista representada por la generación del 28, que soñaba con la utopía comunista. Este grupo buscaba romper con las estructuras tradicionales y proponer un nuevo orden social. Sin embargo, su enfoque radical chocaba con las creencias religiosas de amplios sectores de la población, encontrando especial resistencia en los Andes.
En este contexto complejo y polarizado surge la figura de Rafael Caldera. A diferencia de los líderes que lo precedieron, Caldera se posicionó en las antípodas del anticlericalismo y del ateísmo marxista. Con una sólida formación académica, humanista y un carisma innegable, se convirtió en un referente para aquellos que anhelaban una Venezuela más inclusiva y democrática. Su capacidad para dialogar con diferentes sectores de la sociedad y su compromiso con los valores democráticos lo convirtieron en el contrapeso necesario frente a las tendencias autoritarias y radicales de su tiempo. Sin la figura de Caldera, Acción Democrática (AD) hubiera seguido el camino del Partido Revolucionario Institucional (PRI) de México, que gobernó sin interrupciones durante más de 70 años. Rafael Caldera, junto con Rómulo Betancourt, se erigió como uno de los padres de la democracia venezolana moderna, protagonizando el Pacto de Puntofijo en 1958. Este acuerdo político sentó las bases para un sistema democrático que, a pesar de sus imperfecciones, permitió la alternancia en el poder y el respeto por los derechos humanos.
El legado de Rafael Caldera es fundamental para entender los desafíos actuales de Venezuela. Su visión de una democracia inclusiva y plural es más relevante que nunca en un país que continúa enfrentando divisiones profundas, hegemonías y crisis políticas. En tiempos donde el autoritarismo se extrapola y las ideologías extremas vuelven a ganar terreno, recordar la figura de Caldera nos invita a reflexionar sobre la importancia de la construcción de una sociedad libre, más justa y equitativa.
En conclusión, el siglo XX venezolano no solo fue testigo del despertar a la lucha entre diversas corrientes ideológicas, sino también del surgimiento de un líder como Rafael Caldera, quien supo navegar entre estas corrientes para establecer un camino hacia la democracia y “la civilización del amor”. Su legado nos recuerda que, ante la adversidad, siempre es posible encontrar un espacio para hacer política con principios y valores, poniendo también en alto el significado de la familia. La historia de Venezuela sigue escribiéndose, y es imperativo que aprendamos del pasado para construir un futuro más esperanzador.
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@OscarArnal
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