El hombre de Fiesole

Ibsen Martínez

El que se ofrece a continuación es un texto inconcluso: el arranque de un ensayo que Ibsen Martínez escribiría para el Papel Literario sobre las fuentes italianas del articulismo de José Ignacio Cabrujas, peculiarísima materia que conocía con goce y preciosismo. La escritura del ensayo fue interrumpida por el súbito fallecimiento de Martínez el pasado 11 de septiembre. Gracias a su hijo Iván, hoy lo podemos ofrecer como parte del homenaje a Cabrujas

Por IBSEN MARTÍNEZ

Shoptalk:  Charla sosegada entre hablantes de un mismo gremio, en torno a saberes y trucos de su oficio u ocupación. Suele tener lugar cuando el trabajo del día ha terminado”.  

Con esa veloz palabra, que se pronuncia chóptok  y suena a juego de mesa, tituló el gran Philip Roth un sugestivo volumen de conversaciones con colegas escritores de peso completo, gente como Isaac Bashevis Singer, Milan Kundera, Edna O’Brien, Saul Bellow o Bernard Malamud, entre otros. La edición de Penguin en castellano la llamó El oficio

Me gusta esa palabra por ser un anglicismo servicial y unívoco, tres condiciones lexicales que me son muy caras.  Pero lo esencial de mi predilección es esto:  lo que aprendes en el chóptok no es la fraudulenta morralla que venden los llamados talleres de “escritura creativa”. El chóptok entraña un aprendizaje que obra lentamente, por emanación sistólica e impregnación diastólica. Y sus canales son los misterios de la amistad. 

Durante un buen trecho de mi vida, desde mis veinte años hasta poco antes de su muerte, ocurrida en octubre de 1995,  practiqué chóptok con José Ignacio Cabrujas (1937- 1995), casi todas las tardes.  

Recuerdo radiante de aquel tiempo es la partida que sostuvimos en su bungaló  del jardín trasero de su casa en Los Rosales, a fines de junio de 1989, annus mirabilis. 

La ciudad experimentaba aún  las ondas de choque emocionales del “Caracazo” ocurrido hacía solo unos meses. La repentina violencia,  la impensable crueldad de aquellas jornadas de febrero y marzo, hace ya treinta y cinco años, hizo saltar por los aires las convicciones autocomplacientes de un petroestado que hasta entonces se creyó feliz antes de extinguirse para siempre. La incertidumbre vino a sentarse entre nosotros. 

A sus 52 años, Cabrujas gozaba entonces del máximo reconocimiento como escritor que unánimemente pudo acordarle su país. Dramaturgo exitosísimo, sus obras se estrenaban a casa llena al tiempo que desconcertaban a los críticos.  

Como derivación natural de ese arte primordial, el guionista de cine que hubo en él —muy especialmente el autor de telenovelas, género que la élite intelectual tuvo siempre por “subliterario”—  tejió  esa red hecha de inconformidad, iconoclasia, respeto y desconcierto que muy contadas veces en la vida de un sociedad subyuga a un amplio público y lo entrega rendido a un autor de espíritu rebelde e inasible.

Desde 1985, a instancias de Miguel Otero Silva, Cabrujas oficiaba como columnista semanal del diario El Nacional.  En aquel tiempo se anunciaba ya, globalmente,  el fin de la prensa impresa y de sus rituales y fastos de más de dos siglos de duración. 

Hoy, en la era del periodismo digital, cuando la opinión de un comentarista se disipa en audioclips y se nos  advierte cuántos minutos desperdiciaríamos leyendo tal o cual artículo, cuesta tener presente que desde la Revolución Industrial los pareceres de un autor, la personal huella de su arte suasorio; en fin, su firma, hayan podido estar en estrecha relación con el tiraje. No es exagerado afirmar que durante todo el siglo XX  una columna de opinión en un medio impreso de alta circulación  podía convertir a su autor  en eso que la parla académica llamó “intelectual público”.  Algo, quizá, más decisivo que pertenecer al mundo académico o ser invitado frecuente a los paneles de expertos. Pienso en inteligencias procedentes de épocas y esferas lingüísticas tan dispares como pudieron ser las de Mariano José de Larra, Émile Zola o H.L.Mencken.  


*Hasta aquí llega el ensayo inconcluso, que Ibsen Martínez había estimado que tendría entre 2000 y 2500 palabras.









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