Espirales de la opresión

Enciclopedia Venezolana de la Destrucción

“¿Qué mira el opresor cuando apenas cierra los ojos, cuando deja una mínima rendija entre sus párpados?”

Por MARKUS BRODER

El opresor ha ordenado instalar una cruz en medio de su despacho, alta y pesada como la del Gólgota. Algún avispado asesor le ha sugerido que hacer colgar en ella  a sus ministros y allegados un par de horas, al menos, acrecentaría el compromiso y entrega a la labor de gobierno, método que evitaría dudas, inseguridades, distracciones porque, y así la historia lo demuestra, sacrificar la vida de otros muchos, miles, cientos de miles de personas pasa ineludiblemente por dar el ejemplo.

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Por alguna extraña razón, dado a que permanece cerrada, los pájaros llegan hasta la ventana del Opresor. Pero aún es menos explicable que al abrir aquel para intentar alimentarlos, caigan muertos, fulminados, todos al mismo tiempo.

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El Opresor silba una tonada cuando deambula por los pasillos de palacio. Esa música queda flotando, incluso tiempo después de haberse ejecutado, y deja en el ambiente como un miasma espeso que empaña espejos y fisura el cristal de una que otra lámpara.

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El Opresor canta victoria, victoria, victoria, sobre una ciudad indiferente.

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Acertijo del día: ¿en cuál país del planeta (pista: queda en América) nació el hombre que liberó cinco naciones pero terminó esclavizado en una de ellas?

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¿Qué mira el opresor cuando apenas cierra los ojos, cuando deja una mínima rendija entre sus párpados?

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El Opresor se despierta de pronto, en la honda madrugada. Abre los ojos pero no puede moverse. Entonces, comienzan a llegarle sonidos extraños, ecos, reverberaciones. Siente pisadas y voces por los pasillos de palacio. Siente que conversan dos o tres mientras caminan, siente que a través de la ventana pasan sonidos de recuas, animales que bufan y sacuden sus cabezas. Por último, antes de la desesperación que ha comenzado a sentir y que pronto lo sacará de la parálisis, siente que alguien se ha acercado a su puerta. Oye su respiración, oye cómo rechina el cuero de unas botas. Un olor a tabaco y a bosta van ocupando la habitación.

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Cuentan que el opresor (tarde, pero siempre se cuelan sus intimidades) cultiva una gran pecera de pirañas que alimenta con dedos de sus adversarios. Además tiene un estanque de tiburones en el sótano, destinado a nadadores de la otra orilla que se atrevan a nadar hasta él.

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El opresor se lleva un dedo índice hasta la frente, cierra los ojos, hace que piensa.

Pero el dedo no le dice, no termina por revelarle nada.

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Por el hambre de la jauría se reconoce la mano que les da de comer.

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Allá está, inamovible, el palacio blanco,  habitado de seres oscuros. En cónclave permanente, atizandose entre sí y vigilando que los rescoldos de sus odios jamás puedan apagarse, dibujan un mapa de desgracias masivas, y allanan en él cualquier relieve que pueda atreverse a quebrar la mirada a ras de suelo.

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El Opresor ríe siempre, aún en los momentos menos pensados, fuera de contexto. Ríe para inducir la risa, no la alegría, ni el espíritu festivo. Los que le hacen coro, ríen también pero no de inmediato, casi siempre hay un silencio previo al estallido general. Últimamente, ese silencio se ha ido ampliando como una franja invisible, una brecha que comienza a serle incómoda. Los consejeros, unos más cautos que otros, le han hecho ver el accidente y le recomiendan estrategias para aminorar esa brecha inexplicable. Entonces el Opresor le suma a la risa explosiva (con esquirlas, a veces) un bailecito, unos saltitos, un movimiento de cadera. Sus seguidores alcanzan el paroxismo: la estrategia ha funcionado y la atención ha vuelto sobre él, aunque se ha dado cuenta, en el fondo, de que será perecedera.

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El Opresor dice venir del país profundo, del cordón de miseria que marca la periferia de la ciudad. Tiene consigo las marcas, cicatrices que, según él, aún le supuran. Las muestra en cadena nacional, para que el pueblo vea cómo y de dónde viene. En algún punto, jura vengarse de semejante origen y de larga humillación. No tiene a quien culpar pero sabe que alguien debe pagar por eso. Su equipo de trabajo le pasa listas con nombres.

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Una idea fenomenal fue construir granjas de esbirros. Controlar el proceso de nacimiento, crecimiento y formación del «capital humano» para la tarea de defender la patria. Hombres y mujeres que obedecerán incluso sin que les den una orden, solo con el olfato agudo que la crianza sostenida y el cuidado técnico les ha prodigado. Mejor que el ganado, mejor que la reserva aviar, estos ejemplares permitirán, cuando ya estén en plenitud, que la circulación sanguínea que llega a los centros de decisión jamás quede interrumpida, garantes de su fluidez continua. La sangre que tanto alimenta y que no puede escasear ni un segundo.

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En medio de la comida, el Opresor suelta los cubiertos y dice, aún masticando: «Se me ocurrió una vaina». Todos los que lo acompañan se detienen, dejan de mirar sus platos y vuelven la vista hacia él. La expectación es unánime. El Opresor traga y despeja su garganta con un trago, no se sabe si de vino o de qué. Mira a todos que también lo miran. Entonces dice: «Ah, así me gusta, quería ver si estaban atentos».

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De tanto en tanto, gente de confianza que el Opresor ha dispuesto para ciertas tareas, le lleva informes de cómo van los negocios. El dinero sigue llegando de las fuentes controladas y no ha habido mayores interrupciones ni percances que lamentar. La importación del producto llega aún por canales regulares y la distribución, que es su fuerte, mantiene las vías en estado operativo. No le asustan los titulares ni los intentos de escándalo que algunos medios periodísticos pretenden levantar. Sabe, y con él otros tantos que lo custodian, de qué modo se mueve la vigilancia costera y la guardia fronteriza. El negocio, por ahora, va viento en popa.

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Hay que cuidar la salud, dice el Opresor mientras se mira al espejo. Su pareja lo escucha desde la habitación, mientras se preparan para salir a algún evento. Ella lo apura para que termine de arreglarse, pero él se ha quedado como petrificado frente a la imagen de sí. Caramba, dice, es que pasamos tanta hambre… yo juré que jamás volvería a sentir eso, no importa cómo ni cuánto cueste, pero nunca volveremos a sufrir como antes, ¿te acuerdas? No exageres, le dice su mujer, me parece bien que quieras estar sano, ¡demasiada barriga, niño!, pero acaba de vestirte que vamos con retraso.

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Cinco sujetos van en un vehículo, oscuro como la noche por la que avanzan. Todos llevan el rostro cubierto de pasamontañas y lentes tácticos. Uno de ellos repasa en voz alta el punto de llegada y el procedimiento a seguir. Los otros revisan que todo esté en su lugar, el contenido de los bolsillos, la munición, el ajuste de los guantes. Los fusiles, que van en reposo, apuntan al techo y están tan cercanos que semejan varas de junco de un olvidado estanque. Pero ahora hacen silencio porque pasan a muy baja velocidad frente a una casa, en la que hay una sola ventana iluminada. Un dedo a contraluz apunta y se oye decir: es esa.

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Las oficinas de admisión de voluntarios no dan abasto. Estos llegan de distintos lugares del país con la doble intención de conseguir una fuente de ingresos y de servir a su patria (o eso es lo que le dicen). Sorprende cómo los cuerpos de seguridad del estado aumentan sus divisiones y acrecientan sus integrantes a una velocidad no vista en otras épocas. Jóvenes que vestirán y se alimentarán como quizá en años no lo han hecho. Serán entrenados e incorporados para la tarea. Les enseñarán que hay un sospechoso en cada barrio, urbanización y calle. Les harán entender que hay un enemigo en cada puerta, que bajo el mote de «ciudadano» se esconde una conspiración que hay que desmantelar, neutralizar sin contemplaciones.

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Han instalado un sistema de iluminación en las habitaciones y oficinas del Opresor. Funciona por el movimiento o la voz. Cuando ya ha sido instalado y se le informa que está en funcionamiento, aquel espera quedarse solo y comienza a dar órdenes en voz alta: apágate, préndete… apágate, préndete. Suelta una carcajada porque siente que el sistema es perfecto y que proporciona el placer del juguete o artefacto nuevo, hecho para hacer lo que se le pide, al instante.

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El Opresor suele tener un reflejo involuntario. Este consiste en apartarse a algún rincón de palacio, aun cuando haya gente con él, sacar la billetera y verificar que los billetes que ha puesto allí continúen allí, ordenados, simétricos unos con otros, olorosos a tinta verde

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En el palacio del Opresor,  sus ocupantes llevan máscaras y oxígeno para poder respirar. El aire se ha viciado al punto en que se ha vuelto un plasma viscoso. El espacio también se acorta y las ventanas han sido condenadas desde afuera.









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