La era del espectáculo: una visión de nosotros mismos

La era del espectáculo: una visión de nosotros mismos

El reportaje que sigue es una relación informativa y crítica que su autor, el maestro del periodismo Pablo Antillano, escribió para la edición especial correspondiente a 1980, que él mismo dirigió. Circuló con el nombre de 37 años haciendo camino, tanto como un encarte del diario, como en formato de un libro de gran tamaño, diseñado por Víctor Hugo Irazábal

Por PABLO ANTILLANO

La sociedad del espectáculo es la sociedad del siglo XX. Sobre todo la de la segunda mitad, la que siguió a la bomba atómica. Antes, claro, había espectáculo en la sociedad: había teatro y danza, juglares, y el siglo pasado antes de la luz eléctrica, antes del fonógrafo y el tomavistas de Edison estaba el gran Rossini. Génova y Milán se disputaban un notable grupo de amantes de la ópera. Pero es entre las dos guerras de nuestro siglo cuando el espectáculo se convierte en alter ego de la sociedad, su sombra, su representación, su apariencia, su espejo, su ideología. El espectáculo materializa ante los ojos atónitos del espectador todo aquello que no le consta: la radio, el teatro, la danza, pero sobre todo el cine y la televisión construyen al lado del hombre una cuarta dimensión que no le abandonará jamás.

El 3 de agosto de 1943, cuando nació El Nacional, la guerra no le constaba a los venezolanos. Lejana, se le acercaba a través de «espectaculares» titulares sobre las órdenes de Montgomery en Sicilia, la entrada de los rusos en Orel, la fuga de los alemanes. La realidad transformada en partes de guerra, en noticia, transformada en apariencia, se ofrecía a un lector ávido de aventuras, de sueños épicos, de obsesiones morales y políticas. Ficción y realidad se organizan en un mismo espacio de la memoria, en un mismo espacio de oscuro laberinto del pensamiento. La sociedad de la postguerra comprendió hasta tal punto esta fatalidad, que haría más tarde del espectáculo y la representación un poderoso sustento.

Los periódicos y la crítica intentaron desde un principio aislar el fenómeno de la representación, pretendían decirle al público qué era real y qué no lo era. Crearon secciones especiales para reseñar el cine, el teatro, la danza, la televisión. Pero invariablemente señalaban en cada uno de los espectáculos qué era lo más «real», lo más verosímil. Grandes discusiones sobre el carácter moral de lo representado, sobre su ‘criollidad’, sobre su conexión con la vida, hicieron aparición en nuestros diarios y revistas culturales. El espectáculo, el universo de la representación, jamás contaría con espacio autónomo, independiente; tan sólo se le permitiría navegar en la chalana de lo representado, el espectáculo sería sólo una versión, segunda, de lo que «en realidad» tiene presencia. El espectáculo es una apariencia, es una versión. Pero a la larga el espectáculo fue en sí mismo una realidad, que a través de poderosos medios como la televisión y el cine, comenzó a demandar a su vez de la realidad una transformación. La realidad, al parecer comenzó a ser moldeada a imagen y semejanza de su versión.

A treinta y cinco años de la bomba atómica, el hombre abandonado de Dios parece no poder discernir entre la realidad y su apariencia. Este es el drama de nuestra época, la era del espectáculo.

Tres décadas de representación

La cartelera cinematográfica de El Nacional, en una de 13 mil y tantas ediciones, puede dar cuenta, si es analizada en profundidad, de los grandes mitos que alimentaron por la vía de la pantalla a los espíritus de los venezolanos de las últimas generaciones. Los charros de Juan Orol y de Fernando de Fuentes competían discretamente con Peter Lorre, Olivia de Havilland, Dorothy McGuire y los temas de postguerra, en los cuarenta. En un espacio cercano Eduardo Lira Espejo y Manuel Trujillo reseñaban actividades del teatro y la música. El primero señalaba, como es costumbre, la muerte de la ópera en el Metropolitan de Nueva York y las actividades de la Asociación Venezolana de Conciertos. En un suelto perdido de los años cincuenta el periódico reseñaba que se había iniciado la filmación de La Escalinata de César Henríquez. La fotoleyenda identificaba a Oscar Lamus y Maria Luisa Sandoval. Era la primera y única experiencia neorrealista de nuestro cine, nuestros intelectuales habían consumido a Rossellini, De Sica, Visconti, Zampa, De Santis.

Otra información cinematográfica de esos años señala que Juan Corona está dirigiendo Un sueño nada más y en la foto aparece de nuevo María Luisa Sandoval y esta vez Marco Tulio Maristani. Por su parte Carlos Fernández protagoniza Prometeo, Espectáculo Radiofónico dirigido por Alberto de Paz y Mateos para el circuito CORAVEN de Radio Caracas y Ondas Populares. En el Teatro Granada se presentan Los Panchos. En el Municipal Ángel Sauce pone L’Elixir D’Amore, la ópera de Donizetti en un horario, en otro presentarán Los intereses creadores y La Tizona de López de Alarcón. A una ciudad de 500 mil habitantes esta oferta de espectáculos la hace sentir como París. Desde El Nacional Antonio Arráiz, Ratto Ciarlo, Rafael Pineda, Manuel Trujillo, Julio Barroeta Lara, Lira Espejo, Manuel Rodríguez Cárdenas y otros dan cuenta del desarrollo cultural.

Hoy se cubre la opereta de Pepita Embil presentando Los Gavilanes y mañana se reseña el primer ensayo de Estudio de Arte Escénico Juana Sujo, con el descubrimiento del talento criollo, como diría Pineda, en Maritza Caballero Velutini.

La verdad es que la segunda mitad de los años cuarenta y los años cincuenta son fundamentales para el desarrollo del espectáculo venezolano. Y El Nacional contribuyó de manera especial a este nacimiento y a su posterior desarrollo en virtud de un tratamiento no sólo noticioso sino particularmente valorativo del mundo del espectáculo, concebido como actividad netamente cultural. Particularmente demostrativa es la edición del 22 de noviembre de 1952 que anuncia en su primera plana el programa inaugural de la televisión venezolana. En el interior y con gran despliegue el periódico anuncia Con Reverón —de Margot Benacerraff—, clausura del gran festival de cine en el Teatro El Conde. El discurso de clausura fue de Mariano Picón Salas, celebraba una jornada de cinco días organizada por Gastón Diehl, Planchart y Cía., Amy Curvoisier, José Ratto Ciarlo y Alejo Carpentier. Contaba con el respaldo del Círculo de Cronistas Cinematográficos de Caracas y de la Facultad de Filosofía y Letras de la UCV. El cine y la televisión, junto a la columna Letra y Solfa de Carpentier y otras informaciones sobre el busto de Cruz Salmerón Acosta, decretado por la Gobernación de Sucre, constituían el sólido mosaico cultural del día. La próxima edición traería las fotos de José Luis Zarzalejo y Alberto de Paz y Mateos, directores, de la Televisora Nacional, y de Enrique Armando Guía, ingeniero de la planta transmisora que se anunciaba como provisional mientras llegaba de Estados Unidos un potente transmisor de 10 kilovatios. Sólo periodistas muy avezados comprendían en aquellas noticias de apariencia rutinaria que una nueva era se tendía sobre la nación.

Los siguientes veinte años consolidaron en el país una férrea plataforma del espectáculo. El esfuerzo fue sin duda monumental. Tomamos del periódico sólo instituciones y nombres que deben ser recordados en el momento de emprender un recuerdo más extenso que éste: en el 49, Villegas trajo de Argentina y Chile un grupo de técnicos y actores para su recién creada «Bolívar Films» que acompañarían para siempre la historia de nuestro espectáculo: Juana Sujo, Ariel Severino, Cristhensen, Horacio Peterson, Juan Corona, Leopoldo Orzali. De España, exiliado, nos llegó Paz y Mateos, y de México, Jesús Gómez Obregón.

Noticia era la Sociedad de Amigos del Teatro en la que militaron Enrique Benshimol, Enrique Vera Fortique, Carmen y Margot Antillano, Bertha Moncayo, Raúl Izquierdo, Augusto Colombet, León Bravo, Fernando Gómez, Aquiles Certad, Víctor Manuel Rivas, y que más allá del teatro incorporaba a Andrés Eloy Blanco, Rómulo Gallegos, Guillermo Meneses, Guillermo Feo Calcaño, Lucila Palacios, Rodolfo Quintero y tantos otros.

La Escuela Nacional de Arte Escénico, la Sociedad Venezolana de Teatro, el Teatro Experimental del Liceo Fermín Toro, el Ateneo de Caracas, el Teatro del Pueblo, Grupo Proa, Grupo Yare, Máscaras, Teatro Universitario, el Compás, el Duende, el Cervantes, La Comedia, el Búho, el Caracas Theater Club, La Quimera, el Retablo de las Maravillas, el Grupo Sábado, todos encontraron en los difíciles años cincuenta el respaldo de los reporteros, de los cronistas y los críticos que desde el periodismo nacional les ayudaban a traspasar hacia otros públicos, como una avanzada de reclutamiento. Una revisión de la colección de El Nacional, especialmente de sus páginas culturales, la página de Arte, la página de Farándula, y el Papel Literario, nos permite acercarnos a las conclusiones de este largo proceso de la historia del espectáculo. Los trabajos de Miyó Vestrini, Lorenzo Batallán, Rubén Monasterios, Manuel Trujillo, Mara Comerlati, Nabor Zambrano, Amelia Hernández, Perán Erminy, Alfonso Molina, Teresa Alvarenga, Edith Guzmán, Rodolfo Izaguirre y muchos otros periodistas y críticos esmerados en el seguimiento de nuestra historia cultural nos han permitido levantar las reflexiones que siguen sobre las líneas más relevantes de nuestro actual movimiento en el teatro, la televisión y el cine.

¿Qué es lo nuevo?

El teatro venezolano actual tiene dinero y tiene público: eso es lo nuevo. Una cierta perspectiva tradicional en el mundo de la cultura puede encontrar deleznables ambos acontecimientos, y en última instancia irrelevantes para lo que se supone esencial en el teatro: valga decir la calidad, que para unos es la belleza y perfección de sus diálogos o de su teatralidad, para otros el compromiso con una causa misionera, o simplemente la eficacia para propiciar el éxtasis de un cierto estado de posesión, no demoniaca, sino estética.

Los hechos, ¿cuáles son los hechos? No es un secreto que hasta hace apenas unos diez años el teatro en Venezuela era una actividad «rara» a la que se dedicaban notables personalidades ciertamente dotadas de habilidad, talento y sobre todo tenacidad. Un director era al mismo tiempo financiador, productor y publicista de su espectáculo. Un estreno de diez a quince funciones podía ser asumido como un enorme éxito. En general los actores ayudaban a financiar los montajes. Las escenografías y vestuarios eran de gran simplicidad, no por convicción sino por necesidad. Los libretos de autores nacionales circulaban en mimeógrafo y en la mayoría de los casos nunca veían un escenario. Los grupos y salitas de teatro aparecían y desaparecían como los ovnis. Verdaderos héroes protagonizaron una larga prehistoria a cuya ausencia de recursos se sumaba una descomunal confusión política y cultural, no por ello menos histórica, si se nos permite justificar ciertos obstáculos al conocimiento propio de cierta época. 

Tuvimos un teatro sin público, lo que desmentiría las afirmaciones de Jouvet y de otros que sostuvieron que no hay teatro sin público. Y también tuvimos buen teatro, detalle que suscribiría la hipótesis de que la idea de desarrollo es ajena a la historia del arte, que en términos groseros permite sostener que tan bueno es un jarrón griego como un penetrable de Soto, que tan conmovedora es el Rey Lear como El Balcón o como El último tango; aun cuando median entre ellas siglos y años, distintos modos de producción y estadios de desarrollo. Algunas de las mejores obras de Chocrón y de Chalbaud, dos de nuestros más representativos dramaturgos son de esa época prehistórica del teatro sin público. Y aún se recuerdan algunas de nuestras más notables puestas en escena salidas de las manos de Nicolás Curiel —Yo Bertolt Brecht, Yo William Shakespeare—, Alberto Sánchez, Eduardo Gil, Alberto de Paz y Mateos. La ausencia de espectadores no probaría jamás que estos espectáculos no tuvieran solidez dramática, calidad y belleza.

Pero serían misteriosos acontecimientos sociales ajenos al trabajo del escritor y fuera de los escenarios los que terminarían desencadenando el movimiento que hoy acerca, y para siempre, al público y al teatro. En la actualidad, Caracas cuenta con veinte salas de teatro que abren el telón cinco días a la semana todas las noches, y tres veces cada una los fines de semana. La recién creada Asociación Venezolana de Profesionales del Teatro tiene más de 300 miembros, El Círculo de Críticos Teatrales (CRITVEN) tiene unos cinco años, el anquilosado Centro Venezolano del Teatro afiliado al ITI de la UNESCO ha sido sorprendentemente revivido. El CELCIT del Ateneo de Caracas es una demostración sistemática de las nuevas necesidades de la investigación y el intercambio. Tenemos una revista de teatro, ESCENA. Hay unos trescientos grupos de teatros a lo largo y ancho del país organizados en federaciones que en los últimos años celebraron unos diez festivales regionales. Ha sido revivido el Festival Nacional de Teatro. Hemos recibido en nuestro territorio al Festival de Las Naciones el año 78 y en los últimos diez años el Ateneo de Caracas ha celebrado tres Festivales Internacionales con la asistencia de los mejores conjuntos del mundo entero. Monte Ávila, la editorial del Estado ha creado una colección de teatro. En los últimos años ha proliferado la edición de libros de críticos y ensayistas. Numerosos grupos cuentan con subsidios y locales propios. La empresa privada se inserta en la producción teatral con varias salas e intensa promoción por televisión. No hay actor sobre las tablas que no reciba alguna remuneración aunque sea pequeña, las hay grandes, cobran los escenógrafos y vestuaristas, hay técnicos, tramoyistas e iluminadores en todas las salas. Un éxito de público sobrepasa, como El día que me quieras, escrita y dirigida por José Ignacio Cabrujas para cien mil espectadores. Se reanimó el jugoso premio Nacional de Teatro, existen el de los críticos, el Juana Sujo y el del Concejo Municipal de Caracas. 

Muchos se estarán preguntando por qué ha ocurrido esto, ¿es bueno que haya ocurrido? ¿Es bueno el teatro que se hace?¿No se tratará solamente de una ilusión pasajera? ¿Como repercute en las obras de los dramaturgos?¿Qué tipo de concesiones se han visto obligados a hacer? ¿No es esto inflación?

Las respuestas a tales preguntas no las tenemos todavía. Sólo conjeturas se mueven en un ambiente que se mantiene expectante. El impacto que la profesionalización con sus consecuencias de público y dinero no ha sido todavía medido concienzudamente en las entrelíneas de los textos de nuestros dramaturgos, en los dejos de nuestros actores, ni en la espectacularidad de nuestras puestas en escena. Y me temo que una romántica óptica tradicional de la crítica persiste en mantener alejados, en el análisis, el sublime trabajo del artista de su imbricación en una piscina de petrodólares, que una vez más sacude los cimientos de nuestra sociedad.

Pero el debate es intenso. Nunca como ahora ha habido una discusión sobre el público en nuestro medio teatral tan intensa y beligerante. Nunca nuestra gente de teatro había olido tan de cerca y en tal cantidad el perfume de un público siempre anhelado. No hay ni uno sólo de nuestros dramaturgos que en este momento no esté trabajando para el cine o para la televisión: Mariela Romero, Cabrujas, Chocrón, Peña, Núñez, Chalbaud, Santana, Rengifo. El delirio de una inmensa masa de espectadores, jamás soñada, les conduce hacia una vital e irrenunciable discusión sobre el papel en la sociedad, sobre su lenguaje, sobre criterios de eficacia, sobre valores en términos radicalmente diferentes a los que se esgrimían hasta hace muy poco en nuestros sectores más progresistas.

¿Es homogéneo el público? ¿Es pasivo? ¿Es víctima irrecuperable de los mensajes dominantes? ¿O es más astuto de lo que pensaba? Este es el centro de una de las más importantes discusiones que se mantienen en el movimiento cultural venezolano de hoy y sobre todo en el teatro.

La televisión

Los últimos años han sido de cambio para la televisión venezolana, pero 1977 fue de verdadero estremecimiento. De los horarios estelares de los canales venezolanos han sido desplazados de pronto los «enlatados» de detectives que siempre han llenado los mejores espacios y han sido sustituidos por un interesante producto nacional situado a medio camino entre la telenovela tradicional (SOAP OPERA) y los altos valores de la cultura literaria nacional y universal.

El encuentro entre el público y esta nueva imagen de sí mismo ha constituido todo un acontecimiento de gran trascendencia cultural. El factor más importante que ha contribuido a este cambio ha sido sin duda la incorporación al staff de guionistas de la televisión de varios e importantes novelistas y dramaturgos de las más recientes generaciones. El novelista Salvador Garmendia, autor de Los pequeños seres, Los habitantes, Día de ceniza, Doble fondo, La mala vida, Los pies de barro y varios volúmenes de cuentos es uno de los protagonistas del cambio. Aprendió el fatigante trabajo del guionista de planta durante su juventud trabajando para la radio. Luego, durante la década del sesenta, consolidó su prestigio como novelista alcanzando el Premio Nacional de Literatura con un estilo novedoso de introspección microscópica y de profundidad para describir la chatura y la riqueza del mundo urbano de una Venezuela siempre en transición. El dominio de la técnica y sus virtudes de narrador le han permitido realizar un excelente trabajo en la adaptación para la T.V. de varias novelas de otros escritores y para crear, junto con José Ignacio Cabrujas e Ibsen Martínez, el programa dramático con que inició la era más importante de la televisión venezolana, Juana Crespo, una producción que comenzó en mayo de 1977, y que trataba de los problemas contemporáneos de la ciudad venezolana. Se refiere a la marginalidad, a los hijos ilegítimos, a la delincuencia juvenil, a los métodos policiales, al trabajo y a la vida diaria de la gran urbe. Utilizan un lenguaje realista, contemporáneo, tradicionalmente extraño a la televisión.

José Ignacio Cabrujas, dramaturgo, actor y director de teatro, es el más activo artífice del cambio en la televisión venezolana. Sus obras de teatro El día que me quieras, Profundo, Acto cultural, Fiésole, Juan Francisco de León le sitúan como uno de los más importantes dramaturgos nacionales. Sus obras han ido madurando una búsqueda de los rasgos más característicos de la cultura venezolana, de los conflictos que surgen de la superposición de arquetipos culturales, fuentes de desequilibrios psicológicos y sociales. Siempre en un tono de humor y de reveladora ironía, Cabrujas ha levantado un espejo leal, y crítico a la vez, frente al público venezolano. Su trabajo más importante para la televisión ha consistido en la adaptación de obras de consagrados escritores como Rómulo Gallegos, Guillermo Meneses, Herrera Luque y del español Benito Pérez Galdós, alcanzando grandes éxitos de público y de crítica, y más recientemente los dramas de La Señora de Cárdenas, Natalia y Gómez.

Ibsen Martínez es tal vez el más joven de los intelectuales sumados a la televisión, periodista y narrador, comparte el liderazgo de las nuevas tendencias culturales, que, con actitud iconoclasta y crítica, reivindican el valor de las manifestaciones populares de la cultura urbana: la música del Caribe, el folletón, el humorismo, el slang, la subcultura del deporte, la novela de ciencia ficción y el cuento policial.

Román Chalbaud es el punto de convergencia. Es el más importante director y productor de programas dramáticos de la televisión venezolana. Proviene del teatro y el cine. En los últimos años se convirtió en el principal director de cine venezolano al llevar a la pantalla grande sus obras de teatro Sagrado y obsceno, La quema de Judas y El pez que fuma, a las que nos referiremos más adelante. El ingreso de estos «Hommes de Lettres» en la televisión comercial ha sido de decisiva importancia cultural para el país, dado el gigantesco poder que ese medio de comunicación tiene para formar y reforzar el entorno social de los venezolanos.

Son variadas las circunstancias que facilitan esta nueva relación entre dramaturgos y televisión. Por una parte es decisiva la voluntad de cambio que aparece en las plantas comerciales a raíz de las muy intensas campañas que las capas intelectuales han dirigido contra ese medio: psicólogos, criminólogos, periodistas, políticos, maestros y artistas, quienes no cesaron de reclamar a la televisión su conducta desnacionalizadora, su pobre perspectiva cultural alimentada de estereotipos y falsas ideas. Estas presiones condujeron al Estado a nacionalizar el capital de las plantas en 1974. Los empresarios nacionales de la televisión adquirieron las acciones que hasta entonces pertenecían a la CBS, NBC, ABC y TIME LIFE CO. Sin embargo los canales comerciales siguieron transmitiendo las películas enlatadas de las matrices norteamericanas. 

Luego se produjeron otros hechos importantes. La nacionalización del petróleo y el hierro coincidió con un singular fenómeno cultural cuya expresión más relevante fue el de cierta fruición «camp» de los productos de la cultura popular en los círculos de la vanguardia cultural. Muchos intereses de los intelectuales comenzaron a estructurarse en torno a la música del Caribe, el bolero, la salsa, el melodrama de alto consumo, las formas del habla popular y se comenzaron a valorar con nostalgia y con humor ciertas formas ingenuas de la conducta que anteriormente no gozaban de ninguna estimación. Este fenómeno contribuyó a descongelar los prejuicios, fuertemente arraigados durante años, hacia los medios de producción de la cultura de masas. Muchos intelectuales resolvieron «ceder» e insertarse en los canales de la televisión comercial, en los mecanismos comerciales del cine, en la gran prensa y en la industria de la radiodifusión.

El cambio en los medios comienza a sentirse. La imagen del venezolano comienza a aparecer con más frecuencia y en productos de cada vez mayor calidad. Junto a Garmendia, Chalbaud, Cabrujas y Martínez ingresan otros artistas a la televisión, el novelista Pedro Berroeta, los dramaturgos Isaac Chocrón, José Gabriel Núñez, Mariela Romero, Edilio Peña, Rodolfo Santana, Pilar Romero, directores de teatro como Ibrahim Guerra y un grupo notable de actores, músicos, productores formados en el área cultural.

El fenómeno es acompañado tímidamente desde el Estado que mantiene dos canales públicos de televisión y que ha elaborado un reglamento, un tanto incoherente y poco preciso, que obliga a las plantas comerciales a transmitir programas «culturales» en horarios estelares. Un proyecto estatal de modificación radical del sistema de comunicaciones radioeléctricas, conocido como el «Proyecto Ratelve», que coincide con planteamientos de la UNESCO, fue paralizado por presiones de las élites económicas y políticas.

Cine

Anualmente se exhiben en Venezuela unas 400 películas, extranjeras en aplastante mayoría. Generalmente son productos de la 20th. Century Fox, Warner Bros, AIP, Columbia, Difra, CIC, Disney, De Laurentis, Avco Embassy, Rizzoli, Pelimex y algunas francesas e italianas. Sin embargo, desde hace varios años y con la protección del Estado ha entrado en la competencia el producto venezolano.

A pesar de que la historia del cine venezolano se remonta al año 1897, un año después de la primera exhibición de los hermanos Lumiere, no es sino hasta 1974 cuando las producciones nacionales se insertan en un vigoroso ritmo industrial y comercial. A final del siglo pasado un excepcional amigo de Edison, Manuel Trujillo Durand, trae a Venezuela el primer tomavistas. El 28 de enero de 1897, exhibe dos películas hechas por él mismo: Muchachas bañándose en el lago y Un gran especialista sacando muelas en el Hotel Europa. Desde entonces muchos solitarios tenaces hicieron intentos de crear una industria cinematográfica y realizaron varias producciones.

En 1959, una mujer excepcional, Margot Benacerraf, educada en el IDHEC, realiza la primera gran película venezolana, Araya. Fue premiada ese año en Cannes junto a Hiroshima Mon Amour de Resnais. Luego recorrió el mundo a través de los festivales de Locarno, Moscú, Venecia, Edimburgo y San Francisco. La película centra su historia en las salinas de una península al oriente del país donde los hombres y mujeres de tres pequeños pueblos de trabajadores viven un doloroso e insólito enfrentamiento con la naturaleza y con el sistema de producción de la sal para poder sobrevivir. Su tono poético y su fotografía excepcional la ubican como una joya de la cinematografía y como precursora del joven cine latinoamericano que inició su madurez con el Cinema Novo Brasileño.

Esta película sin embargo no fue vista por los venezolanos hasta mayo de 1977, veinte años después de su realización, cuando por fin fueron creadas las bases de una estructura firme de producción y comercialización. Durante estos veinte años hubo algunos intentos, se filmaron varios largometrajes y centenares de cortos, casi todos ligados a la lucha política, casi todos documentales para ser exhibidos en murallas de poblaciones pobres y fábricas, casi todas de factura artesanal y lenguaje encendido muy a tono con una época de violencia política.

El nuevo cine venezolano inicia su camino en 1973, con la llegada al país de un joven realizador mexicano, Mauricio Wallerstein, quien produce con apoyo de la empresa mexicana Pelimex dos películas que anunciarán las rutas temáticas y formales de la producción nacional. La primera película es Cuando quiero llorar no lloro basada en una novela de Miguel Otero Silva, donde aparecen por primera vez el tema del delincuente y del guerrillero en forma de ficción. Su segunda película es Crónica de un subversivo latinoamericano, que está basada en la novela testimonial de un exguerrillero que relata los acontecimientos que rodearon el secuestro de Smolen, agregado militar de la Embajada de Norteamérica durante la época de la lucha armada en Venezuela. A partir de entonces el cine venezolano mantendrá una estrecha relación con los temas de la delincuencia y la violencia política y se apoyará en las adaptaciones de obras literarias.

En 1974, y frente a los requerimientos administrativos de empresas europeas que quieren utilizar los escenarios venezolanos, el Estado crea la Dirección Nacional de Cinematografía, que en pocos meses se convertirá en una dinámica impulsadora del Cine Nacional. Al frente de esta oficina colocan a un grupo de eficientes mujeres, que lograrán en corto tiempo conseguir financiamiento para nueve largometrajes: Sagrado y obsceno de Román Chalbaud; Los muertos sí salen de Alfredo Lugo; Soy un delincuente, de Clemente de La Cerda; Compañero Augusto, de Enver Cordido; Fiebre, de Juan Santana; 300.000 Héroes, de María Carbonell; El vividor, de Manuel Díaz Punceles; Canción mansa para un pueblo bravo, de Giancarlo Carrer, y La invasión, de Julio César Mármol. Dramaturgos, actores, técnicos del teatro se ven llamados a la nueva aventura.

Pero antes de que estas películas comiencen a ser estrenadas y mientras empieza a crecer la expectativa, el público venezolano es estremecido en 1975 por varias producciones independientes: La quema de Judas, de Román Chalbaud; La Imagen, de María Carbonell; La Bomba, de Julio César Mármol, y un magnífico largo-documental sobre la historia del dictador de las primeras tres décadas de este siglo llamado Gómez y su época. Para proteger estas producciones la Oficina de Cine lanza un conjunto de normas legales que establecen obligatoriedad de exhibición, porcentajes a repartir entre exhibidores, distribuidores y productores, y protección a las empresas nacionales de copiado y revelado.

Las primeras producciones del cine nacional revelan algunos rasgos característicos, un deliberado interés por ser descriptivos del entorno en el que se desarrollan las historias, guiones construidos en su mayoría a partir de adaptaciones de novelas de tipo testimonial, narraciones en las cuales las secuencias se estructuran de manera muy peculiar como si fueran unidades autónomas que se enlazan por asociación de imágenes y no por relaciones de causa y efecto, predominio del tema de la delincuencia que surge en los suburbios y zonas marginales, el tema de la guerrilla y la violencia política y el tema de la historia política del país. Las películas cuestionan, en general, a las instituciones sociales, la policía, la familia, los poderes públicos y privados presentan como protagonistas conflictivos a delincuentes y guerrilleros, como rebeldes de conducta justificable a partir de las condiciones existenciales de unos u otros. Hacen énfasis en los gestos, en la conducta y, especialmente, en la manera de hablar del venezolano urbano contemporáneo.

El éxito obtenido por las primeras películas de largometraje condujo a la Dirección de Cinematografía a solicitar un crédito mayor. De tal manera que en 1977 hicieron veinte nuevas películas con financiamiento estatal. Ellas son El Cabito de Daniel Oropeza, El pez que fuma de Román Chalbaud, Muerte al amanecer de Pedro Fuenmayor, Puros hombres de César Cortés, Se solicita muchacha de buena presencia y motorizado con moto propia de Alfredo Anzola, Juan Topocho de César Bolívar, Profundo de Julio César Mármol, Las aventuras del Rey del Joropo de Carlos Rebolledo, Compañero de viaje de Clemente de La Cerda, Los honorables caballeros que dejó la guerra de Oziel Rodríguez, País portátil de Iván Feo y Antonio Llerandi, La empresa no perdona un momento de locura de Mauricio Wallerstein, Los tracaleros de Alfredo Lugo, Se llamaba S.N. de Luis Correa, Simplicio de Franco Rubartelli, Adiós Alicia de Liko Pérez y Santiago San Miguel, El cine soy yo de Luis Armando Roche, Día de ceniza de Enver Cordido. Por vía independiente de coproducciones se realizan además Todos y nadie de Santiago San Miguel, Expropiación de Mario Abate, Una playa llamada deseo de Enzo D’Ambrosio, Sobre la hierba virgen de Carlos Durand, El Mar de Luca Dimare, Bodas de Papel y El rebaño de los ángeles de Roman Chalbaud, Manuel de Alfredo Anzola, etc.

De este nuevo grupo de producciones, de las cuales la mayoría ya ha sido exhibida, destaca el hecho de que la relación entre el cine y la literatura se hace cada vez más estrecha, y que se incorporan al trabajo cinematográfico numerosos protagonistas del mundo de la música, la plástica y el teatro. Muchos de los guiones se basan en obras de prestigiosos escritores venezolanos como el dramaturgo Román Chalbaud, el novelista Antonio Arráiz (Puros  hombres), el cuentista Orlando Araujo (Compañero de viaje), el novelista Adriano González León (País portátil), los dramaturgos José Ignacio Cabrujas (Profundo) y Rodolfo Santana (La empresa perdona un momento de locura), el novelista Salvador Garmendia (Día de ceniza) y de muchos otros.

El cortometraje, a pesar de que no goza de protección para su exhibición, constituye hoy una actividad intensa entre los cineastas. Diríamos que es junto a la pintura y al teatro la expresión más propia y vital de la actual cultura venezolana. Varios centenares de cortometrajes, en cuya producción han participado artistas de todas las especialidades forman una especie de gran registro, de gran enciclopedia visual de nuestra geografía, de nuestra historia, de nuestra imaginación y de nuestras obsesiones. El reciente Festival de Cine de Mérida, el primero en reunir toda la producción nacional, permitió evaluar una cinematografía que a su vez coloca frente a nosotros la versión completa de un país que para muchos es desconocido.

De esta apretada síntesis de nuestra historia del espectáculo puede sacarse como conclusión que la dirección de su evolución apunta hacia el autorreconocimiento de la nación, que algunas coyunturas políticas y económicas han vigorizado los procesos de crecimiento tanto en cantidad como en calidad, y que el periodismo ha funcionado en todos los casos como un poderoso aliado de su desarrollo y solidificación.


*Tomado del volumen El Nacional. 37 años haciendo camino. Coordinación: Pablo Antillano. C.A. Editora El Nacional. Caracas, 1980. Incluye artículos o reportajes de Arturo Uslar Pietri, Antonio Arráiz, Juan Liscano, Miguel Otero Silva, Pedro Espinosa Troconis, Germán Carías, Abelardo Raidi, Misael Salazar Léidenz, Pablo Antillano (2), Ramón Hernández, Oscar Silva, Oscar Mago, Roberto Lovera de Sola, Arístides Bastidas, Eduardo Delpretti, J.F. Reyes Baena, Héctor Malavé Mata, Gilberto Alcalá y Cuto Lamache.









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