¿Qué pasó?

¿Qué pasó?

 

¿Cómo es posible que los estadounidenses hayan elegido presidente a alguien que alentó el asalto al Congreso? ¿Cómo sigue políticamente vivo quien denunció pucherazo electoral cuando él presionaba a autoridades políticas para alterar los resultados? ¿Cómo alguien con su historial mujeriego, con sentencias en su contra, puede ser reconocido como un actor político respetable? Estas son preguntas que me hacen a menudo personas de distinta edad, sexo o alineamiento político. Al fin y al cabo, la democracia americana ha sido referente durante mucho tiempo, guía para la reconstrucción europea tras la II Guerra Mundial y modelo de cómo garantizar libertad y emprendimiento. Cuando en nuestros días Europa se empantana en la gestión de modelos de Estado de bienestar inmanejables, deuda y déficit, cargas impositivas disuasorias y, su lógica y previsible consecuencia, una baja innovación, muchos miran hacia la otra orilla del Atlántico donde encuentran un ambiente más propicio para trabajar. Pero ¿cómo casa ese efecto gravitacional con personajes como Trump?

En estas elecciones no sólo se elegía al presidente, también se renovaba el conjunto de la Cámara de Representantes y un tercio del Senado. En todos los casos el Partido Republicano ha ganado con comodidad. Uno de los datos más interesantes de estas elecciones ha sido el fracaso de los sondeos. Las empresas que los realizan son veteranas y altamente profesionalizadas. El que en esta ocasión no hayan clavado los resultados puede tener mucho que ver con las preguntas anteriores. Una elección es una opción, en este caso solo entre dos. En ocasiones ambas nos agradan. En otras, ambas nos desagradan.

Los efectos conjuntos de la globalización y la revolución digital están tensando la convivencia en las sociedades occidentales, alentando el surgimiento y crecimiento de alternativas políticas radicales. El espectáculo al que venimos asistiendo en Estados Unidos no tiene, en este sentido, nada de original. Los republicanos han sufrido una metamorfosis radical desde la aparición de Trump. Los demócratas se han deslizado por la corriente de las ideologías de género, las batallas raciales y el placer morboso de ‘cancelar’ todo aquello que no les gusta. Desde una ‘corrección política’ impuesta, desde el dogmatismo, han tratado de establecer políticas ajenas a la tradición norteamericana.

Había que optar, porque era mucho lo que estaba en juego. Ni los seguidores de Trump ni los militantes del ‘wokismo’ son mayoría. Se trataba de valorar el mal mayor y votar en contra. La radicalización política que nos ha tocado padecer tiende a ordenarnos en campos separados por muros, esos que tanto gustan a nuestro presidente, singular edificación que nos ayuda a saber dónde y con quién estamos. Una gran parte de la ciudadanía, esa que ha confundido a las empresas demoscópicas, ha votado a la contra, tapándose ojos y narices, pero dejando muy claro todo lo que rechazan.

Harris representaba a las elites financieras neoyorquinas, a las minorías que demandan una cultura alternativa y un Estado intervencionista que les mantenga, así como a sectores de clases medias abiertos a la nueva corrección política ¿Era un apoyo suficiente? Biden ganó a Trump porque fue capaz de conquistar una porción importante del voto de centro. Le respaldaba una larga y solvente carrera política, y el hecho de ser una figura muy conocida con perfil característicamente senatorial, un hombre moderado y abierto a la negociación. Harris es relativamente conocida, lo suficiente para constatar su vacuidad, y está mucho más cerca de la corriente woke que Biden. Por todo ello le resultaba más difícil ganar la confianza del votante de centro, un hecho agravado por dos circunstancias. En términos generales los norteamericanos consideran que la Administración Biden no ha sido buena. Además, y no es tema menor, la inflación generada por el aumento de la deuda ha castigado a los más necesitados. La herencia no era buena y las intervenciones de Harris sobre estos temas han sido penosas, demostrando, si alguien lo dudaba, que su formación económica es muy deficiente.

Los norteamericanos no están locos ni han abandonado los valores democráticos. Han elegido entre lo que había. Ninguno de los candidatos era ejemplar en términos democráticos, pero, a juicio de la mayoría, uno era menos malo. Es una situación que no puede ser etiquetada de excepcional en Occidente. Lamentablemente, empieza a ser la norma.

Artículo publicado en el diario El Debate de España









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